domingo, 14 de junio de 2009

Las delicias de viajar en colectivo I


Vengo al tope. Como que me estoy desbordando. Como que estoy poco más que podrida y putrefacta de la situación que voy a contar.


Vivo en Encarnación, Paraguay; ciudad fronteriza con Posadas, Misiones, donde estudio. Ahí nomás, cruzando el Paraná. Tres kilómetros de puente creo. Colectivo de línea para pasar, nada escandaloso; tendría que ser simple, ¿no?

Pues NO. Cualquier encarnaceno sabe (muchos posadeños también, pero es más difícil que lo admitan porque una buena parte niega siquiera conocer la ciudad que le provee buena parte de su crecimiento) que cruzar el Puente Internacional San Roque González de Santa Cruz puede ser toda una odisea.

Primer paso, tomar el colectivo. Si vas a tomarlo en el tramo final del recorrido, mejor que cruces todos los dedos (manos y pies) para que pare. Porque el 90% por ciento de las veces viene lleno a reventar, pero a reventar en serio. Cosa de que si uno empuja desde la puerta de adelante otro sale despedido por la de atrás. Y no es que falten unidades, porque pasan bastante seguido; es que viaja demasiada gente para esa cantidad. Bueno, supongamos que el colectivo paró porque tenía justo un lugar para vos y pudiste subir.

Segundo paso, la aduana paraguaya. Los que estamos parados tenemos que bajar para que alguno de migraciones pueda controlar los documentos. Mientras obedecemos educadamente la orden, no falta el o la desubicada que se cuela por la otra puerta sin pagar pasaje. Alguna que otra pasera te estampa los bolsos en la cabeza, la espalda o donde sea (aclaro, nada en contra de las paseras, pero podrían ser más cuidadosas eh). Subimos de nuevo.

Tercer paso (el más relajado, creo yo), es el cruce. Solo tenés que agarrarte fuerte del caño más próximo con una mano (con dos si te tocó alguno de los colectiveros que alucinan con un Ferrari), a veces aguantar unos cuantos minutos de cola de autos, e ir acercándote disimuladamente a alguna puerta a medida que el colectivo se adelanta a la fila y se acerca la aduana argentina, donde viene, sí, la verdadera diversión.

Cuarto paso, como dije, la aduana argentina. Ahí es la ley de la selva en su más pura expresión. A codazo limpio, bajar del colectivo tropezando con bolsos y cajas y correr (sí, correr) hasta la puerta de migraciones tratando de adelantarte a todos los demás porque si tardás en registrarte, el colectivo se va y tenés que esperar otro (por cierto, nunca me pasó de llegar primera, todavía me da vergüenza empujar viejitas.) Ahí a formar fila (bah, supuestamente se llama así), a veces eterna (de tiempo y de longitud) mientras los de migraciones te registran en la computadora. Muchas veces son tres empleados para cien pasajeros, así que imagínense la velocidad. Y ahí usar todo el cuerpo como barrera para que nadie se te adelante y te saque el lugar; y escuchar las puteadas de los que perdieron el suyo, y las discusiones; y los de migraciones con la cantinela “señoraaa, vuelva acá a registrarse”, “pero yo soy paraguaya-argentina-pasera-cantante famosa-turista de Mercurio-hermana del gendarme-reencarnación de Evita”, “pero igual se tiene que registrar señora, ¡señora! ¿No entiende usted?”; y morderte todos los dedos porque al que está mirando tu documento se le colgó la compu o se puso a tomar mate; y tropezarte con todos los bolsos de nuevo y que las paseras te den otro par de golpes con sus mochilas gigantescas; y salir, finalmente.

Quinto, subir de nuevo al colectivo (si no te dejó, si fue así esperar otro que muy probablemente venga el triple de lleno.) Otra vez empujar, pisotear y manotear para subir antes de que el colectivero arranque con alguno medio colgado de la puerta. “Esperaaa que ahí viene mi hermana”, y después se cierran las puertas y nos vamos. Y después te bajás y no tenés tiempo de extrañar o recuperarte porque a la vuelta es la misma cosa, y después ya te acostumbrás a aguantar codazos, pisotones, palabrotas, babosos, empleados y gendarmes prepotentes, malos olores de diverso origen y bolsos ocupando los asientos que deberían ocupar las personas. Después es como si nada, casi.

Por supuesto, hay días gloriosos en los que viajás sentada, casi nadie te empuja, en Migraciones hay diez empleados registrando los documentos y el colectivo espera a todos. Pero de esos días no tiene gracia escribir. Total son los menos.